Las dos Anas
Cuento por Carola Nieves Pieraldi | Instagram
Eran las 12 del mediodía de aquel sábado cuando Ana María despertó de golpe en su oscuro cuarto. Estaba acostumbrada a levantarse temprano, pues su rutina de los sábados lo ameritaba. Pero esta vez no escuchó la alarma que siempre le susurraba a las 6 a.m.; su cuerpo necesitaba descansar. Las dos horas corriendo diariamente, las clases de ballet tres veces en semana, más la cuica en las tardes, estaban haciendo estragos.
Con un golpe de adrenalina, Ana María se levantó de su cama, y recogió la docena de cabellos que quedaron en la almohada. Aunque consideraba que estaba tarde para cumplir con su rutina monacal, como quiera procedió a pesarse, algo que hacía siempre al levantarse.
—¡¿105.8?!—exclamó Ana María aterrada.
Quizás era hinchazón, agua o el plato de ¼ taza de arroz con tres habichuelas que su amiga Irene le obligó a comer el día anterior, pero para Ana María esto era un tropiezo muy grande en su meta. Corrió despavorida al espejo gigante que tenía en la puerta del clóset. Su reflejo confirmó enormes caderas, muslos, celulitis y una barriga flácida que colgaba tapando sus partes íntimas. Trató de hundir la barriga para ver si al menos podía ver alguna de sus costillas, pero apenas pudo aguantar la respiración por más de dos segundos. Sintió un nudo enorme en su estómago al ver aquella imagen tan asqueante e, inmediatamente, corrió al baño.
Ese sábado era el más importante de su vida; el recital que definiría lo que sería el resto de su trayectoria como bailarina de ballet. En este recital, prestigiosas compañías alrededor del mundo estarían observando cuáles chicas tenían la capacidad y el talento para formar parte de su cuerpo de baile; un evento que se daba muy pocas veces en la vida. Ana María era muy buena bailarina; al verla simplemente no podías quitarle los ojos de encima. Su técnica, estilo y gracia hacía llorar de la emoción hasta el corazón más rocoso. Pero aparentemente sus 135 libras de fibra muscular muy bien distribuidas, pero atrapadas en un 4’11”, representaba un problema si verdaderamente quería algún día ser bailarina profesional.
Ana María salió del baño e inmediatamente miró su reloj. Ya era la 1:00 p.m., algo tarde considerando que a las 3:00 p.m. debía comenzar a alistarse para el recital. Rápidamente, se puso su inmensa ropa de correr y sus tennis gastadas. Estaba fatigada, por lo que de pronto dudó si era necesario correr ese día. No obstante, volvió a mirar su imagen repugnante en el espejo y esos brazos asqueantes que colgaban. Ese .8 tenía que desaparecer.
Apenas pudo correr cinco minutos. El cansacio era real y el estómago ardía en llamas. A medida pasaban los segundos, los jugos gástricos subían y bajaban por su esófago, calentando su garganta y llenándola de un sabor amargo y repulsivo. Llegó hasta el parque de su condominio para, al menos, hacer un poco de cardio de bajo impacto. Se visualizó bailando en Nueva York, París, Moscú y Beijing, siendo Odile haciendo sus 32 fouettés en el Lago de los Cisnes. 15 años bailando y ninguna lesión tienen que valer la pena. Mientras pensaba en todo eso, sus ojos saltones hicieron juego con la sonrisa que marcó su pálido rostro.
Eran las 2:00 de la tarde. Al subir a su apartamento, Ana María posó frente al espejo gigantesco que daba para la puerta de entrada. Un mareo invadió su cuerpo, pero ella no dejó que se apoderara. Alzó su camisa, observó su barriga, muslos y caderas. ¡Parece que el .8 no había desaparecido! ¡¿Qué es esto?! Dio un suspiro de frustración mientras escuchaba abrirse la puerta de entrada a sus espaldas.
—¡Ana, llegué! ¿Ya estás read... Pero chica, ¡si tú ni te has baña’o! —exclamó Irene.
—Me levanté tarde.
—Pues avanza que eso es a las 5:00 p.m.. Loca, ¿tú estabas corriendo? Te dije que le bajaras a esa pendejá.
Ana María sintió odio, al escuchar eso. Se preguntó cómo era posible que su mejor amiga no entendiera que tenía que quemarse, darle más fuerte a los ejercicios; que ni mucha agua podría tomar, pues el .8 se negaba a desaparecer. Qué iba a entender Irene si ella era flaca sin ningún tipo de esfuerzo.
—Ayer lo que comiste fue mierda. Te traje una ensalada con to’ los powers; hasta gente tiene. Ponte a comer que estás más jalá que un timbre 'e guagua —le dijo Irene al notar su cara.
—Tengo el estómago cerra'o, pero me la como después de bañarme.
—Pues claro que vas a tener el estómago cerra'o...
Ana María rodó sus ojos con furia y la ignoró. Quería decirle muchas cosas a su amiga, pero sabía que no lo comprendería. Es que nadie entiende de verdad los sacrificios que hay que hacer por lo que uno quiere. Se fue al baño y se quedó un rato mirando el agua salir por la regadera. Tardarse era la excusa perfecta para decir que no le dio tiempo a comer y que por eso no lo hizo. Respiró profundamente tratando de calmar su ansiedad, no solo por el recital, sino por la comida que le estaba esperando en la cocina. Observaba su cuerpo desnudo; sus abominables brazos, piernas de elefante y abdomen renacentista. La grasa se desbordaba por todas partes, provocando asco, repudio… Náuseas. Ana María arqueó varias veces, pero no salió nada. Miró su dedo índice y lo puso en su boca, a ver si eso le provocaba sacar la pelota de ácido que bloqueaba su garganta, pero el momento fue interrumpido por un golpe constante en la puerta.
—¡Ana! Te estás tardando mucho. ¿Qué pasa? —Exclamó Irene.
—Salgo ahora.
Ana María apagó la ducha y salió del baño envuelta en la toalla. Irene vio cómo la clavícula de su amiga salía por su pecho. Cuando dio la vuelta, pudo ver cada una de sus cervicales pronunciadas a través de su fina capa de piel. Se sintió culpable, por no estar más pendiente de ella; de estar trabajando 12 horas en un hospital, tener los horarios invertidos y apenas cruzar unas palabras antes de irse a la faena diaria. Sabía que estaba obsesionada con correr y que casi no estaba comiendo, pero no había notado la gravedad del asunto. Sintió angustia por haberla dejado tanto tiempo sola sabiendo que su amiga era impulsiva, terca y capaz de cualquier cosa para lograr su objetivo.
Mientras tanto, Ana María ya estaba vestida con su leotardo color piel y medias color rosa que irían debajo de un vestido verde esperanza. Le quedaba inmenso, pero nada que varios imperdibles no pudieran resolver. Se puso una sudadera y una camisa, pues el traje estaba ya en el teatro.
—Maquillaje, pestañas, curitas, conejitos y puntas. Estamos —repasó Ana María.
Ana María salió del cuarto e Irene la esperaba en la sala. Sintió la emoción de la primera vez que pisó una academia de ballet, transportándola a aquella mañana a sus 7 años, cuando la música clásica invadió su ser.
–Ready, ya podemos ir...
De pronto, esa emoción fue opacada por el plato de ensalada que Irene aguantaba en su mano, listo para ser devorado por Ana María. Suspiró decepcionada, pero no estaba para pelear. Optó por agarrarlo y comérselo a empujones. Cada pedazo de pollo, cada tomate y cada espinaca se deshacían en una encía sangrante y lastimada, mientras bajaban por un conducto quemado y casi cerrado que conducía hacia el estómago. Irene no le quitaba la vista de encima, pues necesitaba asegurarse que su amiga se echó algo al cuerpo, no tanto porque fuera importante tener la barriga llena, sino para tratar de sentirse menos responsable por la salud de su amiga.
Eran las 5:00 de la tarde. Ana María ya estaba vestida con su traje bastante ceñido al cuerpo. Una de sus compañeras logró ajustarlo con unas pequeñas puntadas, pues este bailaba un poco en la diminuta figura de Ana María. Las demás chicas estaban ansiosas, preguntándose quiénes serían las afortunadas en conseguir aquella oportunidad en escenarios internacionales. Ana María se sentó a la orilla de una silla, frente a un espejo iluminado. Sus rabos negros en los ojos, las pestañas largas y los labios rojizos eran solo pintura en una superficie deteriorada. Aquellos ojos que se achicaban dentro de una cara redonda, con pómulos pronunciados, ya no existían; solo habían ojos cadavéricos y unas mejillas deshidratadas. Ana María se acercó al espejo a mirarse con detenimiento y repasó cada una de las partes de su reflejo. Su cuello por fin era largo como el de un ganso; sus hombros estrechos y huesudos. Observó sus manos pálidas, con dedos muy delgados. Cada vez que respiraba podía sentir su caja torácica casi rompiendo su piel y una pelvis pronunciada que solo el tutú de plato podía ocultar. Fue en ese momento que Ana María sintió la gloria de su esfuerzo; que cada sacrificio tiene su recompensa. Cerró sus ojos satisfecha, pues ahora los del mundo estarían puestos en ella.
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